NO FUE UN CISNE NEGRO: MEA CULPA VS. BLAME GAME

NO FUE UN CISNE NEGRO: MEA CULPA VS. BLAME GAME

NO FUE UN CISNE NEGRO: MEA CULPA VS. BLAME GAME

POR NORBERTO PONTIROLI

De momento no hace falta que cambiemos el mundo. Antes debemos hacer que las cosas sean más robustas a defectos y errores de predicción, o incluso aprovechar esos errores: a grandes males, grandes remedios. (Fragmento de “Antifrágil: las cosas que se benefician del desorden” de Nassim Taleb)

La pandemia dejó en claro que no hay país, tal vez con la excepción de Singapur, que estuviera listo -en términos de planificación, dotación adecuada de recursos y capacidad de implementación- para enfrentar una situación de esta naturaleza. ¿Llamada entrante para los determinismos y fetichismos de la centralidad absoluta del Estado-nación en la política internacional?

Además, la emergencia sanitaria demostró que ninguno de los mecanismos de gobernanza global y regional –el entramado de instituciones y foros que incluye desde las agencias del sistema de Naciones Unidas como la OMS, hasta el G20, el Mercosur y la Unión Europea, entre otros- está preparado para ofrecer una respuesta coordinada y cooperativa. ¿Qué hacemos con el mantra de las soluciones globales a los problemas globales? ¿Contamos con los esquemas de gobernanza internacional para conciliar eficazmente la iniciativa global con la acción local?

La crisis desnudó también la bajísima resiliencia del sistema productivo –incluyendo la infraestructura logística internacional y las cadenas de valor transnacionales- y de algunos rubros del sector servicios –hotelería, turismo, eventos, etc.- frente a las disrupciones creadas por las cuarentenas, medidas de aislamiento social y otras restricciones aplicadas por las autoridades en todo el mundo. ¿Se producirán relocalizaciones masivas de inversiones productivas? ¿Seremos testigos de una reconfiguración de las lógicas de economías de escala? ¿Qué desafíos representa esto para el futuro del trabajo?

A pesar de todo, explicar esta crisis global como “Cisne Negro” (una categoría aplicable, por ejemplo, a los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York) es una falacia narrativa.

Entendido como un evento absolutamente impredecible, el brote global de COVID-19 ofrece una cierta zona de confort. Abona una predisposición mental perezosa. Nos excusa de no habernos preparado. Y lo peor es que nos deja poco espacio para aprender de los errores, un lujo que no podemos costear.

Una alternativa es caer en la tentación de buscar las responsabilidades afuera. Señalar lo que otros han hecho mal en un blame game interminable que abone las visiones del mundo como amenaza y las miradas pseudonacionalistas monolíticas de “vivir con lo nuestro”.

O podemos tomar las durísimas lecciones que nos está dejando la pandemia para hacer el necesario mea culpa. Identificar con rigurosidad nuestras fragilidades y nuestros niveles de exposición a riesgos sistémicos para poder domesticar la incertidumbre global con la que tendremos que lidiar durante mucho tiempo.

La pandemia generó un pico de oferta de interpretaciones sobre el futuro del orden mundial y posiblemente sea una buena noticia. Sin embargo, no es difícil desorientarse en una Torre de Babel sobre la que se construyen tanto los pronósticos del fin de la globalización tal como la conocemos, así como las predicciones de aceleración de las tendencias globales que caracterizaban al mundo antes del brote de COVID-19.

¿Por qué tratar cualquier situación de una forma más abstracta que lo necesario? Entre lo más concreto y lo más abstracto, entre la persona y el colectivo, entre lo local y lo global, hay una determinada cantidad de escalas. La política internacional no es independiente de esas escalas. La globalización, mucho menos…